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El fracaso en Culiacán

La escena comenzó con madres corriendo con sus hijos en brazos. Huían deprisa, como si quisieran alejarse de una fuga de gas, de la lluvia, o de un monstruo desatado que amenazaba con la muerte. Cruzaban la calle cuando se escucharon los disparos. En otro punto de la ciudad varios civiles se bajan de sus vehículos al oír las ráfagas de metralleta. No quieren ser confundidos con los contrarios o con gente del gobierno. Un padre está sentado en el asfalto con sus hijos, el coche sirviendo de barrera y escondite. Papá, ¿ya nos podemos parar? Pasa un rato de relativa calma y entran al automóvil. Papá, ¿están tirando balazos? No sé, mi amor, agáchense y pónganse aquí en el suelo.


Camionetas con torretas circulan por las calles sin que nadie las detenga. Autobuses incendiados, bloqueos en las grandes avenidas. Un francotirador colocado pecho tierra dispara su rifle Barrett, uno de esos que dicen son capaces de derribar helicópteros.


El disparo es tan potente que el sicario lleva un equipamiento especial para no reventarse los oídos después de cada disparo. Viendo las imágenes, cualquiera pensaría que una guerra se está llevando a cabo en un país lejano, de costumbres bárbaras e incomprensibles, no en el México que aspira a una cuarta transformación. Al mismo tiempo, como si le faltara mayor caos al asunto, una fuga masiva de reos ocurre en el penal de la ciudad. ¿Y el gobierno?, pregunta alguien mientras observa a lo lejos el ejército de sicarios. El cártel que se presumía debilitado tiene a Culiacán bajo su control. ¿Y el gobierno?, repite el hombre. ¿En dónde están?


En ese momento pocos saben por qué en Culiacán se soltó el diablo. El silencio de la autoridad es notorio. Circulan versiones que mencionan a dos hijos de El Chapo Guzmán, amo y señor en aquellas tierras. Arrestaron a uno y mataron al otro. No, solo uno está detenido, sus sicarios quieren liberarlo. Al ver las condiciones de soledad y encierro que padece el padre en una cárcel norteamericana, es entendible la virulencia de la organización para impedir que el heredero comparta el mismo destino. Se sabe que más de cien camionetas con hombres armados salen de Badiraguato, lugar natal del Chapo, rumbo a Culiacán para defender al nuevo patrón.


Un mensaje se escucha en los radios del crimen: Pongan atención, ya no tiren bala, por favor, ya no tiren bala, nos vamos a meter por el muchacho, ya todo bien, ya todo se arregló.


El padre, aislado y aburrido en su celda en ADX Florence, yace acostado sin enterarse del desastre causado por su hijo en Culiacán. Después de cinco horas de enfrentamientos, se le recomienda a la población no salir de sus casas.


El operativo fue un desastre. Un triste fracaso. El recordatorio de que nadie ha podido controlar a la herencia maldita del narcotráfico. Una patrulla de treinta elementos fue mandada a apresar, en el corazón de Sinaloa, a Ovidio Guzmán, uno de los hijos del narcotraficante más famoso del mundo. Una semana después seguimos sin saber a quién se le ocurrió tal idea. Como dijo Alejandro Hope: “Lo único peor a intentar capturar a un capo sin planeación debida y detonar una batalla campal es intentar capturar a un capo sin planeación debida, lograrlo, detonar una batalla campal y acabar liberándolo”.


La liberación de Ovidio Guzmán fue una derrota para el Estado Mexicano. Entiéndase Estado como una organización política que va más allá de las capacidades humanas de López Obrador y de sus buenas intenciones por mejorar las cosas. ¿Fue la mejor decisión soltarlo para evitar más muertes?


Las circunstancias indican que sí. No debió ser fácil llegar a eso. Lo terrible fue la acumulación de decisiones que llevaron a ese resultado. No hay mucho margen de maniobra cuando te obligan a decidir con una pistola en la cabeza. Dejar libre al hijo de El Chapo salvó vidas de rehenes, pero deja un precedente grave. No veo por qué cualquier otro capo, al verse cercado por el gobierno, no ordenaría una acción similar a la de Culiacán para salvarse.


Era liberar a un capo o la masacre de cientos de personas, dicen los defensores del régimen. Este falso dilema lleva a los críticos sinceros del operativo a ser catalogados como fascistas sedientos de sangre. Se evitó la matanza, repiten alegres, como si los catorce muertos de ese día se les hicieran pocos, como si lo sucedido en Culiacán fuera el triunfo definitivo del bien sobre el mal.


No faltaron los despreciables que se frotaban las manos viendo las imágenes de Culiacán en llamas, pensando en cómo usar la tragedia para afectar al presidente que desprecian. En mi caso, criticar el operativo en Culiacán no significa que uno esté en contra del gobierno o arrepentido de votar por AMLO.


Pero tampoco se puede tener ceguera selectiva o aplaudir acciones que evidentemente salieron mal. Hace falta mucha autocrítica para evitar que aquellos errores vuelvan a repetirse. Ojalá López Obrador se haya dado cuenta que no por decretar el fin de la guerra esta desaparecerá con la pura pronunciación del conjuro. México es un país bárbaro y a la realidad  no le importan los discursos, las cifras oficiales ni las inauguraciones de aeropuertos. Culiacán refrenda la advertencia: no habrá cuarta transformación posible si el país se mantiene tan violento y tan asesino.

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